MI LUCHA ES POR LA LIBERTAD DE LAS MUJERES ENCARCELADAS

Fotografía de Karen Toro (La Periódica)

Escribe: Karol E. Noroña

La primera vez que Elizabeth Pino ingresó a una prisión tenía 14 años. Ahora, es vocera de la organización feminista y antipenitenciaria Mujeres de Frente. Su lucha es por la vida, por los derechos de las mujeres y contra la injusticia que no deja de criminalizar la pobreza.


Semana tras semana, Elizabeth Pino —una mujer mestiza, con mechitas rubias en su larga cabellera y sonrisa fácil— escribe en su libreta sus nuevos aprendizajes: los derechos de las mujeres, la organización de las trabajadoras y sus exigencias sociales van poblando las hojas de un cuaderno algo desgastado que le ha costado años llenar.

Ahora, repasa bien cada letra: es lo que compartirá a mujeres presas en la cárcel de Latacunga. Ella es una de las talleristas que —junto con otras compañeras de diversas organizaciones— forman la Escuela de Formación Política Feminista y Popular de Mujeres de Frente, una organización feminista y antipenitenciaria.

En 2020, Elizabeth recuperó la libertad y se unió a Mujeres de Frente, un año antes de que las masacres carcelarias estallaran en Ecuador. Más de 450 personas han sido asesinadas entre enero de 2021 y 2022, sin solución estatal que cese la violencia. Quizá, por eso, Elizabeth se ha convertido en una de las voces más potentes en la defensa de las personas presas y, sobre todo, de las mujeres encarceladas.

Ella es también la voz de las 2.201 mujeres en prisiones ecuatorianas, que representan apenas el 6,7% del total de la población penitenciaria. Elizabeth eleva también su reclamo contra la criminalización de la pobreza: la mayoría de mujeres presas han buscado otra alternativa, fuera de la legalidad, para ganarse la vida. El 55% de ellas cumplen sentencias por tráfico de drogas a pequeña escala. 

Se niegan al silencio de las rejas y, en su rostro, replican su exigencia por el derecho a la vida digna.

Este es su testimonio.

«Mi vida ha sido siempre un ‘comenzar desde cero’. Pero yo no me canso. Yo insisto. Yo discuto. Yo pienso. Yo busco mi libertad. Pero también la de mis compañeras, la de las mujeres que no conozco también. Eso me ha enseñado mi camino en las cárceles y en la libertad

Mi nombre es Elizabeth Pino y tengo 39 años. Soy mamá de cinco hijos. Al primero, Omar, lo tuve cuando tenía 16 años. Sola. Casi siempre estuve sola cuando era pequeña.

Recuerdo los días en los que mi mamá nos llevaba de Guayaquil a Quito y de Quito a Guayaquil para trabajar. Ella vendía comida, lavaba ropa, cuidaba adultos mayores. Trabajaba en lo que sea para darnos de comer. Yo también lo hacía: vendía caramelos junto a mis hermanos cuando éramos chiquitos. Pero siento que mi familia estaba rota. Mi mami nos pegaba mucho, madrugaba a bañarnos en agua fría. Yo me enojaba. No entendía por qué.

Viví también en casas-hogares durante algunos meses, e incluso viví con Luz Elena Arismendi y Pedro Restrepo, padres de los hermanos Santiago y Andrés, desaparecidos por la policía. Marché con ellos, grité por ellos y hasta a mí me ahogó una vez el gas lacrimógeno que nos lanzaban los policías en la Plaza Grande. Me da orgullo haber estado ahí. En medio de todo, era una familia que siempre me trató bien y siento que desde esos años nació en mí esas ganas de gritar por lo justo, por lo injusto también.

Cuando era niña sobreviví al abuso sexual de uno de mis hermanos. Le conté a mi mamá, pero me respondió con palabras hirientes. Es que ahora entiendo que siempre nos han culpado a las mujeres de la violencia contra nosotras. Nos han hecho culparnos. Y no nos deja de doler.

Años después, supe que él era esquizofrénico. Y nada nunca lo justificará. Pero he intentado perdonar.

Sabes, hace algunos meses armé mi árbol genealógico durante uno de mis encuentros en Mujeres de Frente, una organización que hoy me acompaña y que ha estado más de veinte años apoyando a las personas en las cárceles. Mientras lo hacía —rearmando los pedazos de tiempo que buscaba, las raíces que volvían a juntarse— recordé los momentos lindos de mi niñez, las veces en las que mi mamá nos cocinaba tan rico. Los sequitos de pollo, las sopas. Entendí que ella también sobrevivió a mucha violencia desde chiquitita. Y nos crió sola a mí y a mis cuatro hermanos. La comprendo mucho más.

Yo aprendí a buscarme la vida. Me fui de mi casa a los once años. No sabía qué hacer. Fui al centro de Quito y en San Roque conocí a mis amigas, a personas que, como yo, escapamos de la violencia e intentábamos otra forma de vida. Tres años después, entré por primera vez al Centro de Internamiento El Buen Pastor, en Quito. Recuerdo muy bien a una monjita del centro que solía decirme que ‘a las más rebeldes’ había que darles más amor. Ella fue una de las pocas personas que me abrazaba, que sentía que se preocupaba por mí.

Pero, cuando salí, volví a recibir golpes de la policía que nos perseguía, que nos amenazaba para que entreguemos a alguien, que te obligaban a tener sexo para no detenerte. Comienzas a pensar que eso es normal. Durante los años siguientes volví a las calles. Y regresé a las prisiones varias veces, a lo largo de mi vida. Mi sentencia más larga fue de un año.

No todas miramos con los mismos ojos. Imagínate lo duro que es vivir en un cuarto de dos por dos metros y estar con ocho personas más que piensan diferente a ti, que tienen otra cultura, otra historia. Y estábamos ahí solas sin nuestros hijos porque no tienen cómo ir a visitarte. A mí lo que más me ha dolido es tener que dejar a mis cuatro hijos, porque todo lo que he hecho ha sido por ellos. A otras las engañan y las olvidan, enfermas. Y el dolor también se convierte en ira. Estás a la defensiva y piensas que la bronca es entre nosotras.

Todo empeora por las condiciones en las que vivimos. No tienes suficiente agua. Solo lo puedes hacer en dos horarios —de una hora y media cada uno— y guardar agua en botellones. No hay suficiente comida. Casi siempre tenemos hambre y no todas tienen recursos para comprarse por lo menos unas galletas en el economato, que es como una tienda en la cárcel donde te venden todo al triple de precio de lo normal. Si te duele algo, a nadie le importa. Puedes patalear, llorar, que no hay auxilio, no hay doctores. Vives cansada, desgastada, enojada.

Eso es lo que crea el sistema. Quiere que pensemos que la bronca es entre nosotras, cuando en realidad el reclamo es contra el Estado.

Pero ahí estuvieron las Mujeres de Frente. Yo las conocí cuando tenía 22 años. Me apoyaron y me trajeron a mis niños para que pudieran visitarme. Eso era lo que yo más quería, porque la cárcel no solo me encerró a mí. Afectó a mis hijos. Les perdí el contacto durante algún tiempo, pero ellas nunca se olvidaron de mí. En 2020, me ofrecieron una beca para estudiar y desde ahí la vida cambió. Estoy terminando el colegio y voy a ser socióloga. Lo voy a cumplir.

En estos dos años, he aprendido que mi lucha es por la libertad de las mujeres encarceladas. A mí me costó tanto entender que nunca fue mi culpa la violencia que viví, que yo intenté sobrevivir, como muchas. Y que es momento de organizarnos. Eso es lo que he intentado transmitirles a mis compañeras en nuestra escuela de feminismo popular en la cárcel de Latacunga para que entiendan que nosotras no somos el problema, que ha sido todo responsabilidad del sistema siempre, que es el patriarcado, el capitalismo.

Y lo seguiré haciendo. Hace unas semanas, me sentenciaron, de nuevo, a tres años. Sentí rabia e impotencia porque soy inocente. Quiero contarlo para que sepan que nadie me va a quitar la oportunidad que merezco. No voy a permitir que me vean como un número más. Y sé que la lucha no es de un día: es de toda la vida».


Karol E. Noroña (Quito, 1994) es periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y cubre permanentemente la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Coautora del libro Periferias: Crónicas del Ecuador invisible. Forma parte de la organización Chicas Poderosas Ecuador.