LA REVUELTA ES UNA CUESTIÓN DEL PRESENTE

Escribe: Daniela Alcívar Bellolio

Un cuerpo, un cuerpo que mientras avanza colectivamente se intensifica en el presente. ¿Qué puede una manifestación, un paro, una revuelta? Parar, detenerse, para empezar un nuevo movimiento, más vigoroso. «El futuro de la revuelta solo se puede decir hoy», dice Daniela Alcívar Bellolio, de quien reproducimos un fragmento de un capítulo que aparece en su más reciente novela, Lo que fue el futuro, para pensar en las revueltas.


La revuelta es una cuestión del presente. No puede heredarse, no conoce la continuidad. Es un puro movimiento, la pisada sobre la tierra marcando la señal de una huella amiga, la emboscada, el cuerpo a cuerpo, el sitio. Avanzar unos metros y luego retroceder, o a veces avanzar y avanzar hasta lograr convertir algo en cenizas: las cenizas del nuevo comienzo. Pero luego, ese nuevo comienzo puede ser que se pasme, como un aborto espontáneo. Sin nacimiento. Entonces el atletismo de la revuelta, como el movimiento de un cardumen sub oceánico, se dirige hacia el siguiente monumento, hacia la próxima concentración del símbolo, para reducirlo a escombros. Solo de la ruina nace lo nuevo. Esto lo sabe la revuelta, por eso su movimiento es un pertinaz empecinamiento hacia delante, un metro y otro, para luego volver, el retroceso es la creación del espacio para el nuevo impulso, y en esos pocos metros perdidos en la inmensidad del universo entero se juega la vida de la revuelta. Vida impersonal: miríada, bandada, nube transitoria pero real. No se deja arrebatar las palabras, pero desconfía de todos los significados. El cuerpo a cuerpo es por la posibilidad de torcer el sentido, interrogar lo que es y el hecho de ser. Ha tenido que mutar hacia la renuncia de los ideales del desarrollo: la revuelta se inaugura cada vez, nace de nuevo con una testaruda convicción de muerte. Sus propias cenizas son también necesarias para la invención del nuevo día. Esa muerte no es olvido, por una vez: es transición al cuerpo sin órganos, el cuerpo–punto–de–fuga, móvil cuerpo sin jerarquía, muriendo en un rincón y naciendo otra vez en otro, sin fin. Sin cabeza. La revuelta es el cuerpo–paisaje, expandido, desplegado, intenso, como el rostro de Rugendas atacado por los rayos, en su carne se dispersan desiertos vivos, marcas de la luz, cintilan corrientes, como en esos planos satelitales que muestran el movimiento espiralado, vectorizado, furioso, calmo, errante, indescifrable de las corrientes marinas. Fuerzas anómalas pero verdaderas, las derivaciones espaciales de una vida múltiple, la vida de la revuelta. En ella cada movimiento se agota en sí mismo y a la vez se asocia por pura vecindad con el que le sigue. No es una continuidad ni un desarrollo tanto como es un contagio. Se dice de la rebelión que no piensa, pero esto es cierto solo en la medida en que el pensamiento se entienda como el proceso iluminado de una mente maestra, que habita otro reino que el del cuerpo, y desde ese lugar ordena y dispone, en su fría soledad razonable, lo que un cuerpo es o no es capaz de hacer. La revuelta piensa, aunque de otro modo. Pensamiento dérmico, corporal, múltiple, colectivo solo en la medida en que eso no implique una suma de individuos, de sujetos, sino una interminada diéresis de cuerpos, abiertos, dispuestos a la contaminación, a la polinización de un pensamiento en germen: semilla de futuridad en el presente. Eso es también la amistad, qué más podría ser que una diéresis: el instante preciso en que en la fractura de lo que es se inserta, sin aspavientos, la gozosa presencia de lo otro, tan extraño que fascina, que así colado en la grieta de una subjetividad al fin dispersa difumina su propio estamento y se confunde, y confunde, todo.

Es octubre. Hace un año la ciudad se había paralizado porque la revuelta encontró su más diáfano presente: el inmenso cuerpo sin cabeza quiso poner a las certezas en estado de ceniza. Mis amigas y yo entramos al engranaje del atletismo de la insurrección con feliz convencimiento: pase lo que pase, ese era nuestro lugar. Y encontramos una hermosa ciudad sitiada por el advenimiento del presente. No importaba estar abocados al fracaso, saber, bien al fondo, que nuestra historia (la de lo humano) es una historia de derrota. Veinte años antes surcaba caminos sembrados de hogueras, pedradas, rostros encapuchados, en busca de un destino modesto pero decisivo, y equívoco, pero imprescindible, el punto final y el principio absoluto de una de las curiosidades que han regido mi vida, todo lo relativo al despertar que es el sexo. Ahora nos movía también el deseo, pero no era yo sola salvando obstáculos con la meta puesta en una pura evocación que encontraría su perfecto naufragio en la casa del rockero, éramos nosotras, y nosotras entre miles, formando un cuerpo deseoso de presente germinado de futuridad. El futuro de la revuelta solo se puede decir hoy.


Daniela Alcívar Bellolio (Guayaquil, 1982) es escritora, crítica literaria, investigadora académica y editora. Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Becaria de CONICET y del Fondo Nacional de las Artes (Argentina). Miembro del Comité Editorial de la revista Sycorax. Editora general en Editorial Turbina (Quito). Es autora de los libros de ensayos Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias (2016) y El silencio de las imágenes (2017), del libro de relatos Para esta mañana diáfana (2016) y de la novela Siberia (Premio Joaquín Gallegos, 2018; Mención de honor La Linares, 2018). Sus libros han sido editados en Argentina, Chile, Bolivia y España. Vivió en Buenos Aires entre 2005 y 2017. Actualmente dirige el Centro Cultural Benjamín Carrión en Quito.