AZULINAR LA LENGUA

Óleo pintado por Natasha Salgero, en 1979, que ilustra la portada de la nueva edición de Azulinaciones. Cortesía de la autora.

Azulinar la lengua: yo no sé si tengo ahora patas de carnero o estoy mutándome

Escribe: Alicia Ortega Caicedo

En 1989, la escritora ecuatoriana Natasha Salguero recibió el Premio Aurelio Espinosa Pólit por su novela Azulinaciones, convirtiéndose en la primera autora mujer en obtener este reconocimiento. Su reciente reedición bajo el sello editorial de la Casa de las Culturas, es una buena razón para celebrarla y volver sobre esta obra ejemplar de la literatura. Sobre todo, para celebrar y volver sobre Graciela, entrañable protagonista a quien tanto le debemos afectiva, estética y políticamente.


Novela grande, hito fundamental de lo que bien puede pensarse como genealogía de escritura femenina. Femenina no porque su autora sea mujer, sino porque pone en movimiento lo que Julia Kristeva denomina «prelenguaje»: regiones de sentido antes de la significación. De esto se trata cuando hablamos de escritura femenina. Una que activa la fuerza semiótico-pulsional: aquella que desborda la finitud de la palabra, agita el vértigo desestructurador, revienta el signo y hace posible experiencias límite de escritura. No siempre las palabras, tal como se organizan en el orden del discurso, alcanzan para nombrar lo que es vértigo, sensación, emoción, experiencia íntima: «Yo estaba ebria de vivir y de amar, nadaba en el imperio de las sensaciones», dice Graciela, de 19 años, figura central de la novela. Las experiencias transitadas por ella no pasan necesariamente por el pensamiento racional, sino por el deseo, la emoción somatizada, los encuentros festivos, el latido de la carne, la seducción de los cuerpos, el espanto de la memoria alucinada. 

Vale observar cómo se construye en Azulinaciones la marca de género desde el concepto de androginia. De la mano de Graciela es posible reconocer la fuerza vital de lo andrógino. Acá, un fragmento tomado del capítulo titulado «Ariadna»:

«Yo no sé si tengo ahora patas de carnero o estoy mutándome ya sin presentirlo temiendo otra destrucción Sodoma y Nagasaki y toda esa vaina más atrás de Babel y Babilonia, cuando tuve que cambiar mi piel verdosa por otra dorada  y de ahí el azul ese infinito convencional que nunca se alcanzará en esta vida (suspiro) ni falta que hace, cuando ya los patines que en ésta…

Pero si sigo en este tono de sostenido mayor de la pretenciosa ambigüedad podría quedarme flotando per omnia y ahí sí que habría Lanfor la puerta perfecta salida de qué digo yo, si una salida es en vano, en vano, en quicio, un umbral a donde de nuevo digo yo».

Graciela es mujer de umbrales, de quicios, de salidas, de azul infinito, de mutaciones y cambios fuera de toda clasificación establecida. «A veces, dice, tengo miedo que la gente advierta mi deformidad». A diferencia de Ariadna, la del minotauro, Graciela pierde el «hilo» témpore. No lo necesita. Tampoco sabe si es Ariadna o el minotauro, sabe que importa la experiencia del laberinto más que el hallazgo de su salida. Así como Graciela suelta el hilo del camino certero, Natasha se desprende del hilo de la sintaxis, de la gramática, de las certezas genéricas. Porque esta es una novela híbrida y fragmentada, de género fluido y en permanente mutación: participa de la narración fabuladora, de la poesía, de imágenes oníricas y surrealistas, del género epistolar. En Azulinaciones hay ensayo con notas a pie de página, pastillas publicitarias, capítulos que son una puesta en escena dramatúrgica, monólogos poéticos, registro radial y audiovisual, diccionario de la coba callejera, listas y enumeraciones. Y esta pluralidad de géneros y registros discursivos se encuentran y colindan porque la palabra unívoca, de sentido cierto, no basta al momento de imaginar y crear una forma del decir literario abierta al mundo en su constante azulinar. Porque el laberinto humano no tiene una única salida. Hace falta, entonces, una profusión de hilos para atravesarlo, excedernos, perdernos en él y narrar esa experiencia: la del movimiento, los encuentros, el cuerpo agitado, las intensidades. 

En algunos momentos, la narración sigue la secuencia de su propio devenir anecdótico. En otros, que son muchos y parte grande de la masa novelística, el relato se descoyunta y se quiebra para interrumpirse a lo largo de varias secuencias separadas unas de otras con letras, números, guiones, paréntesis, fragmentos en cursiva que citan poemas, letras de canciones o refranes, diagramaciones y disposiciones visuales que dividen las páginas en columnas y nos invitan a dar la vuelta al libro para leerlo. Todos estos elementos de inmenso alcance creativo tienen como efecto generar cortes en el curso de la secuencia narrativa. Son momentos que suspenden el relato, abren una tregua en el devenir anecdótico, lo interrumpen para llevar la escritura a otras orillas de la exploración estética. Son porciones narrativas en los que la lengua azulina, se abre al delirio, al éxtasis, a la ensoñación, a la poesía, al juego, a la alucinación, a la ironía, a la explosión de sentidos. Y el lenguaje azulina porque es preciso inventar una escritura capaz de decir aquello que la norma lingüística y social históricamente ha proscrito. Aquello que ha sido desterrado de la lengua, silenciado y atorado entre los dientes o hecho nudo en la garganta sin poder hacerse palabra. Y es que a través de estos cortes la novela se abre al registro de la experiencia carnal y sensorial en un estallido de posibilidades múltiples. 

Óleo pintado por Natasha Salgero, en 1979, que ilustra la portada de la nueva edición de Azulinaciones. Cortesía de la autora.

Se trata de una experiencia encarnada en un cuerpo femenino. El de Graciela. Su hacerse mujer que transita varios momentos: el enamoramiento, la fascinación erótica, el juego de la exploración sáfica, la cárcel, el embarazo no esperado ni acompañado, el aborto, la culpa, el miedo, la salida de la casa paterna, el encuentro consigo misma para emprender finalmente un nuevo comienzo. Me quiero detener en la experiencia del aborto llevada a la escritura. Los capítulos que escriben ese proceso generan un estallido de la forma de la novela. Uno de ellos, «Madre solo hay una/segmento # 227», se construye al interior de dos columnas paralelas, «Audio» y «video». Ambas comunican imágenes auditivas y visuales de una mujer, Graciela, que lidia con algo que en principio parece «inconcebible y absurdo» pero que está allí, con ella y siendo parte de ella. La escritura literaria se esfuerza por mimar el lenguaje de otros registros discursivos para hacer posible que tenga lugar en las páginas la aparición, en este caso, de un embarazo no esperado. El lenguaje suspende la narración para dar cabida a la aparición del puro acontecer ante nuestros ojos. Pero hay que darle continuidad a ese acontecimiento que no se agota en el capítulo mencionado. 

El siguiente, «Mater dolorosa», lleva a la escritura el relato de lo que usualmente ha sido tenido por indecible, el aborto. Y lo hace acompañado por pedacitos de una canción que aparece, de manera fragmentada, en la columna derecha. Fragmentos de «This Little bird», de Marianne Faithfull. Una canción que se despliega, por trechos en la página, para darnos la mano en el difícil tránsito de esa narración. Los dos últimos capítulos son variantes de un mismo relato que tiene que ver con la culpa de Graciela y sus ganas de morir. «El sueño de Bob Dylan con epílogo de vallenato» intercala justamente la letra de esa canción, Bob Dylan’s Dream (en español), cuyos versos hablan de un sueño en el que la voz poética rememora a sus amigos del pasado así como Graciela repasa su vida y a los cofrades a quienes ha dejado de ver. Graciela «se ve a sí misma como otra» y es el contacto con el sol reflejado en su piel junto con las voces de unos niños en la playa lo que la trae de vuelta a la vida. Natasha lleva a Bob Dylan a su escritura como umbral y clave de lectura: necesitamos de una mano que nos vaya abriendo las múltiples puertas del relato y nos ayude a comprender el laboratorio mismo de la escritura. 

La lengua que inventa Natasha para decir todo eso se sale de los cauces gramaticales para deslizarse sobre sí misma y encontrar su propio ritmo, su intensidad, su melodía. Para decir todo lo que dice, Natasha junta, inventa, aglutina palabras, les da la vuelta, ignora los signos de puntuación, reubica los verbos en lugares inesperados, enumera y repite uno detrás de otro sustantivos y adjetivos como si ningún vocablo bastara por sí solo para llevar a la escritura el alcance de lo vivido. 


Porque cada situación experimentada encarna un verdadero terremoto que cuartea el cuerpo, golpea el corazón, deja sin aliento, genera miedo y fascinación al mismo tiempo, entreabre y clausura el horizonte de manera simultánea una y otra vez. Graciela se atreve a vivir. Dicho de otro modo, la vida es asumida por la protagonista y narrada por Natasha como un insólito atrevimiento. Y ese atrevimiento acontece en la escritura al interior de un lenguaje hecho de intensidades, uno que exige su propia jerga, uno minorizado que, como postulan Deleuze y Guattari, se caracteriza por el movimiento desterritorializador (de la gramática, de la ley, del orden patriarcal), la «articulación de lo individual en lo inmediato-político» (los problemas que atañen a cada uno de los personajes así como las discusiones que abordan conectan de inmediato con la política) y la enunciación colectiva (todas somos Graciela). De allí que Azulinaciones haya sido escrita en su propia jerga y su vocabulario vibre en el uso puramente intensivo de la lengua. Natasha escribe Azulinaciones carajeándose en las gramáticas aceptadas. De allí que haya sabido liberar al lenguaje para convertirlo en materia viva, expresiva, vibrante, abierta hacia intensidades inauditas.

Fotografía de Natasaha Salguero cuando anduvo por California. Cortesía de la artista


Alicia Ortega Caicedo es docente titular en la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, en el Área de Letras y Estudios Culturales. Magister en Letras por la Universidad Andina Simón Bolívar y Ph. D. en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. Es parte del Comité Editorial de Kipus: revista Andina de Letras y Estudios Culturales (UASB) y de la revista en línea Sycorax. Es autora de Fuga hacia dentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX (2017) y Estancias es su libro más reciente.